Reseña

Cada noche, antes de acostarse, una niña de cuatro años pregunta a su padre entre sollozos: “¿Por qué estamos aquí?” Suena razonable: como su hermana mayor y su madre, la niña ha sido extirpada de su paraíso caribeño e implantada en el corazón del invierno berlinés.
Los Chaves están en Berlín porque el padre escritor ganó una de las becas más codiciadas del mercado internacional de residencias de artistas: un año de estadía, con un estipendio generoso y la única obligación de aprender el remiso sistema de declinaciones de la lengua alemana. Si Chaves tuviera que contestar la pregunta de su hija, la respuesta honesta sería: estamos acá por amor al arte. Esa extraña precariedad elegida es la materia central de este libro. En boca de Chaves, la primera persona suena menos como un alarde épico que como la voz natural de una sensibilidad muy precisa, fiel a las minucias significativas, los rastros menores, los detalles.
Vamos a tocar el agua -bella frase que el poeta pone en boca de una de sus niñas, pero bien podría condensar la transparencia, la economía emocional de su prosa- es un libro autobiográfico, ensimismado en una experiencia de ficción que es el registro verdadero de una “realidad irreal”. Sólo que esta realidad sabática tropieza fatalmente con su doble desnudo: el desarraigo, la fragilidad, la indefensión real de las migraciones forzadas. Ese “fondo” está allí, pero es como si el libro no supiera qué hacer con él y sólo atinara a “traducirlo” a su equivalente arty: la forma de vida del escritor en residencia, con sus apremios calibrados, su desamparo sin consecuencias, su intemperie a plazos.
Alan Pauls

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