Reseña

El 1° de febrero de 1956, Julio Riquelme Ramírez abordó un tren en la localidad de Chillán, rumbo a Iquique, en el norte de Chile. El viaje era largo: más de dos mil kilómetros  y cuatro días con sus noches de marcha, para asistir al bautizo de uno de sus nietos. La travesía de este empleado del Banco del Estado sería normal si no fuera porque el domingo 5, cuando su llegada estaba programada, el tren hizo su arribo sin más rastros de él que una valija de mimbre y el confuso relato de sus compañeros de viaje, que dijeron haberle perdido el rastro en la estación Los Vientos, cien kilómetros al sur de Antofagasta, en pleno desierto de Atacama. Desde entonces, nada se supo de Julio Riquelme Ramírez, más que historias de fantasía y luego el piadoso velo del olvido. Martes 26 de enero de 1999: en los baños del aeropuerto Cerro Moreno, en Antofagasta, un sobre es encontrado por un guardia de seguridad. En su interior, hallan las pertenencias del pasajero desaparecido y una nota anónima en inglés que daba las coordenadas precisas de la ubicación del cuerpo, a esta altura, 43 años después, apenas un esqueleto. Tanto la desaparición de Julio Riquelme, como luego su aparición, casi medio siglo más tarde, a 17 kilómetros de la línea del ferrocarril que lo trasladaba, estaban teñidas por el misterio: ¿por qué se bajó del tren? ¿O acaso se cayó? En caso de haberse caído, ¿por qué en lugar de seguir el recorrido de las vías se internó en el desierto, en un lugar donde no se atreven ni los animales de carroña? Francisco Mouat reconstruye esta historia a través de distintos testimonios, entre ellos el de Ernesto, su hijo, en un rompecabezas donde faltan algunas piezas, otras no encajan, pero cuyo resultado final es la imagen de la importancia de la memoria y del amor filial.

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