Reseña

El señor González lleva trabajando cuarenta años. Está cerca de la jubilación. Ha ahorrado toda su vida, dólar sobre dólar, para invertir en ladrillos. Nunca pisó una comisaría ni un juzgado. Tiene dos departamentos. Uno en la calle Curapaligüe y otro en la calle Estomba. No es pleno Barrio Norte pero se alquila fácil. González tiene una sobrina muy despierta que está en la cosa inmobiliaria. Ella se encarga de todo. Hasta que un día recibe una carta del consorcio porque en los departamentos #trabajan chicas#. González es, qué duda cabe, una víctima más del quiebre del orden del universo y, sobre todo, del quiebre del orden en la Argentina. Sucede que González es una persona de bien, pero ha perdido la chaveta, por eso redobla la apuesta en este nuevo libro. Así es que decide darle una nueva oportunidad, por ejemplo, a los multicines, pero fracasa: el pochoclo, los gritos y la caída en picada de los grandes directores terminan con su ilusión de poder disfrutar de una película. González también le quiere dar una nueva oportunidad al club de su vida, a River, pero termina brindándole un sentido homenaje al Tano Pasman, con el que comparte cada uno de los alaridos que este hombre de clase media, de su misma edad, educado en el amor a la gloriosa camisa roja y blanca, lanzó en su sillón el día que River descendió a la B. Los relatos de El señor González cada vez más facho son mordaces, irreverentes, desopilantes, inteligentes y divertidos. Rolando Hanglin se supera a sí mismo en cada libro y González le sirve, de alguna forma, para contar lo que Lanny no se anima a decir.

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