Reseña

Tenemos los ojos llenos de imágenes y somos cada vez más miopes, estamos completamente envueltos por sonidos y ya no escuchamos nada. Tocamos todo y ya no alcanzamos a ser ‘tocados’ por nada; la intimidad de la alegría, del dolor, el nuestro y el ajeno, son por nosotros conocidos sólo como excipientes del spot que nos debe vender algo. No conocemos más los secretos, los tiempos, las emociones, los impulsos de verdad que nos golpean en el corazón y los períodos de larga duración a los que nos apegamos para siempre.
Hemos perdido los sentidos, casi sin darnos cuenta. De ellos sólo quedan pálidas máscaras. Inundados de imágenes, aturdidos por el rumor, nos hemos vuelto cada vez más insensibles: extraños al dolor del mundo y, sin embargo, listos para derramar una lágrima de compasión cuando la muerte se convierte en un espectáculo.
La tentación de lo digital, la cultura de la apariencia y los desafíos de lo cotidiano pueden ser confrontados con éxito si fundamentamos los sentidos y la sensibilidad en la inteligencia y en una afectividad madura. 
Alabemos a Dios por los sentidos y por la sensibilidad. Él está con el que “siente” en su nombre, con el que concede atención en su nombre, con el que teje vínculos de solidaridad, comunión y com-pasión profunda en su nombre. Con el que ama en su nombre.

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