Reseña

De tan fuerte que es la vocación justiciera del kirchnerismo, nada le fue ajeno. Se metió con la Feria del libro, con los aviones, las es­tadísticas, los feriados, el fútbol, el rock, los barrios cerrados, los curas, las salidas de los presos, la grilla de los canales, los que viajan al exterior, las telenovelas, las carreras de autos. Redecoró la Casa Rosada, entró a los directorios de las empresas, renovó los íconos nacionales, enseñó en la escuela a jugar al Néstornauta, le dio cla­ses de economía al Primer Mundo, desarrolló el periodismo cautivo, prohibió a los ahorristas la adquisición de dólares, sedujo artistas, encantó a organismos de derechos humanos, sometió al Congreso y zarandeó a la Justicia. Omnisciente, su epopeya encontró sentido al ser narrada. ¿Cómo tamaño narrador no iba a colonizar, también, el idioma? Entre slo­gans, modismos, neologismos, eufemismos, cristinismos, latiguillos y palabras tabú armó una lengua propia. La lengua K, letra exclusiva, marca inconfundible, sello de época. Pablo Mendelevich dice que el kirchnerismo es un profanador com­pulsivo de causas nobles. Con su acostumbrada mordacidad -no exenta de humor-, el periodista político describe al kirchnerismo a través de las 200 expresiones más significativas de la Era K. Desde “proyecto” y “modelo” hasta “vamos por todo”, “sintonía fina”, “es­birros”, “borocotización”, “valijero”, “destituyente”, “it’s too much”. Con estructura de diccionario y un delicioso prólogo del “luthier” Carlos López Puccio, este es un ensayo de lectura fácil, tan serio como divertido.

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