Reseña

Edwards fue uno de los primeros intelectuales latinoamericanos de primera fila que se distanció del proceso cubano. En 1971 llegó a La Habana con la importante misión de reanudar las relaciones diplomáticas entre Cuba y Chile, donde acababa de asumir el poder Salvador Allende. Tres meses después de su llegada debió partir, prácticamente expulsado por el régimen castrista. La experiencia quedó registrada en Persona non grata, el libro que cuestionó la Revolución cubana, su obra de mayor éxito y la que mayores dolores de cabeza le ha causado, desde amenazas físicas hasta acusaciones como la de Ariel Dorfman que lo tachó de agente de la CIA. La primera edición de Persona non grata fue publicada en Barcelona a finales de 1973, tres meses después del golpe de Estado de los militares contra el gobierno de Salvador Allende. El texto era producto de la profunda crisis de aquellos años, de la convergencia de factores contradictorios que condujeron a la destrucción de la democracia chilena, atípica entonces, para decir lo menos, dentro del conjunto de los países de América Latina. Y era, más que nada, el resultado de mi experiencia personal, directa, curiosamente única, de primer representante diplomático del gobierno de Salvador Allende en la Cuba de Fidel Castro. Después de la aparición del libro, seguida de un absoluto silencio de más de un mes de duración en la prensa y de un repentino estallido de comentarios a favor y en contra, los amigos de izquierda, es decir, casi todo el mundillo literario de aquel entonces, solían acercarse con algo de disimulo y tocarme el hombre: “Lo que has contado es la pura verdad, todos lo sabemos, pero no era el momento de contarlo”. Esta nueva edición en español, conmemoración un tanto postergada de los treinta años del libro, viene a salir en un momento de fuerte auge en América Latina del populismo. En un momento así, parece, por lo menos a primera vista, que la vieja figura emblemática de Fidel Castro adquiere una vigencia renovada. Sin embargo, si uno examina cada caso con atención, llega a la conclusión de que ni la política de Hugo Chávez en Venezuela, ni la de Ignacio Lula da Silva en Brasil, ni la de Kirchner en Argentina, ni la de Evo Morales en sus primeros pasos en Bolivia, y menos la de Michelle Bachelet en Chile, tienen nada en común con la ideología pura y dura del castrismo. Ninguno pretende expropiar la totalidad de los medios de producción. Nadie habla de dictadura del proletariado. Y todos, más bien, se declaran respetuosos de los sacrosantos equilibrios macroeconómicos.

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